UN TEXTO SUMAMENTE ACTUAL QUE HAY QUE RUMIAR
La Realeza de
Cristo y el momento actual
(Extracto de una conferencia
dictada por el Padre Julio Meinvielle en Rosario con ocasión de la Festividad
de Cristo Rey, publicada en la Revista Verbo Nº 235 de Agosto de 1983)
Nuestro tema es
"La realeza de Cristo y el momento actual", tema que nos obliga a
tomar partida de esa verdad que es la realeza de Cristo.
Ustedes saben que
la fiesta de la realeza de Cristo fue instituida por Pío XI allá por el año 1925,
y el documento que publicó entonces sobre esta fiesta, la encíclica "Quas
Primas", comenzaba en esta forma: «En la primera encíclica que dirigimos
una vez ascendidos al Pontificado, a todos los Obispos del Orbe católico,
mientras indagábamos las causas principales de las calamidades que oprimían y
angustiaban al género humano, recordamos haber dicho claramente que tan grande inundación
de males se extendía por todo el mundo, porque la mayor parte de los hombres se
habían alejado de Cristo y de su santa ley en la práctica de su vida, en la
familia y en las cosas públicas; y que no podía haber esperanza cierta de paz
duradera entre los pueblos, mientras los individuos y las naciones negasen y
renegasen el imperio de Cristo Salvador».
Después explica el
remedio: la vuelta a Cristo y su paz. "Por lo tanto, como advertimos entonces,
es necesario buscar la paz de Cristo en el reino de Cristo. Así anunciamos
también que había de ser este fin cuanto nos fuese posible por el reino de
Cristo, porque nos parecía que no se puede tender más eficazmente a la
renovación y afianzamiento de la paz, sino mediante la restauración del Reino
de Nuestro Señor".
De modo que el Papa
ya señalaba aquí el mal y señalaba el remedio; y el remedio de la sociedad y de
los individuos hoy, está en el sometimiento al suave yugo de Cristo: Sometimiento
en la inteligencia, sometimiento en la voluntad y sometimiento en los corazones
por la caridad.
De tal modo, en
efecto, se dice que Cristo debe reinar en la inteligencia de los hombres, no solo
con la elevación del pensamiento y de su ciencia, sino también porque Él es la
Verdad, y es necesario que los hombres reciban con obediencia la Verdad de Él.
Igualmente reina en la voluntad de los hombres, ya porque la voluntad está
entera, perfectamente sometida a la santa voluntad divina, ya porque con sus
aspiraciones influye en nuestra voluntad, de tal modo que nos inflama hacia las
cosas más nobles. Finalmente, Cristo es reconocido como rey de los corazones
por su caridad, que sobrepasa a todo lo humano en comprensión, y por los
atractivos de su mansedumbre y virilidad. Nadie entre los hombres fue tan
amado, y no lo será nunca, como Jesucristo.
Ustedes saben que
Cristo es rey por dos conceptos. En primer lugar, por razón de su humanidad,
que ha sido asumida por el Verbo, por la Divinidad. Esa humanidad de Cristo
goza, por lo tanto de una perfección que sobrepasa todo lo que el hombre puede
imaginar. En segundo lugar, Cristo es Rey de los hombres por el derecho de
conquista, porque con su pasión y con su muerte ha conquistado el derecho de
regir a la humanidad; y en Cristo este reinado tiene tres poderes: Poder de
legislar, poder de juzgar y poder de mandar, poderes que trasmitió a su
Iglesia.
El reinado de
Cristo no se extiende solamente sobre los individuos, sino también sobre la sociedad.
Esto también lo hace notar Pío XI en la “Quas Primas”: «No hay diferencia entre
los individuos y el consorcio civil, porque los individuos unidos en sociedad,
no por eso, están menos bajo la potestad de Cristo que lo están cada uno de
ellos en la sociedad pública y privada. Y no hay salvación en algún otro, ni ha
sido dado del cielo a los hombres otro nombre en el cual podamos salvarnos".
Estas son las
palabras de los Hechos de los Apóstoles, o sea, palabras de la Escritura. Cristo
es el autor de la verdadera felicidad tanto para el mundo de los ciudadanos
como para el Estado. No es feliz la ciudad por otra razón distinta de aquélla
por la cual es feliz el hombre, porque la nación no es otra cosa que una
multitud concorde de hombres. De modo, entonces, que el hombre tiene que
reconocer el imperio de Cristo sobre los individuos, pero no solamente sobre
los individuos, sino sobre la sociedad. Sobre las sociedades particulares, la
familia, las distintas organizaciones intermedias, los Estados, las naciones y
la vida internacional.
Esta realeza de
Cristo se concretaba en otros tiempos en lo que se llamaba la Cristiandad, es
decir, la civilización cristiana, el orden cristiano. La Cristiandad, en rigor,
comienza con Constantino, después de la época de los mártires, y conoce su
esplendor más grande en el reinado de San Luis, rey de Francia; un esplendor en
todas las actividades de la vida, no solamente en la política, sino en todas
las otras actividades; en el arte, con Fray Angélico, en la filosofía, con
Santo Tomas; en fin, todas las manifestaciones de la cultura alcanzan su
esplendor.
Todo esto que estoy
diciendo suena a viejo hoy, porque dentro del mundo, y particularmente dentro
de la Iglesia, nos ha invadido el progresismo, y entonces existe un repudio a Constantino
y a la época constantiniana, a la época carolingia, a la época gregoriana.
Estamos pasando un momento en el cual los mismos católicos están renegando de
dos mil años de historia; repudian la época constantiniana, repudian la
Cristiandad, la civilización cristiana. Son éstas, hoy,
malas palabras. A
pesar de esto hay que reconocer y afirmar la grandeza de esa época histórica, y
para eso nada mejor que recordar las palabras grandes de León XIII en la
"Inmortale Dei": «Hubo un tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba
los Estados, entonces aquella civilización propia de la sabiduría de Cristo y
de su divina virtud, había compenetrado todas las leyes, las inteligencias, las
costumbres de los pueblos, impregnando todas las capas sociales y todas las
manifestaciones de la vida de las naciones. Tiempo en que la Religión fundada
en Jesucristo estaba firmemente colocada en el sitial que le correspondía en
todas partes, gracias al favor de los príncipes y la legítima protección de los
magistrados. Tiempos en que el sacerdocio y el poder civil unían armoniosamente
la concordia y la amigable de mutuos deberes.»
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