sábado, 15 de noviembre de 2014


UN TEXTO SUMAMENTE ACTUAL QUE HAY QUE RUMIAR

La Realeza de Cristo y el momento actual

(Extracto de una conferencia dictada por el Padre Julio Meinvielle en Rosario con ocasión de la Festividad de Cristo Rey, publicada en la Revista Verbo Nº 235 de Agosto de 1983)

Nuestro tema es "La realeza de Cristo y el momento actual", tema que nos obliga a tomar partida de esa verdad que es la realeza de Cristo.
Ustedes saben que la fiesta de la realeza de Cristo fue instituida por Pío XI allá por el año 1925, y el documento que publicó entonces sobre esta fiesta, la encíclica "Quas Primas", comenzaba en esta forma: «En la primera encíclica que dirigimos una vez ascendidos al Pontificado, a todos los Obispos del Orbe católico, mientras indagábamos las causas principales de las calamidades que oprimían y angustiaban al género humano, recordamos haber dicho claramente que tan grande inundación de males se extendía por todo el mundo, porque la mayor parte de los hombres se habían alejado de Cristo y de su santa ley en la práctica de su vida, en la familia y en las cosas públicas; y que no podía haber esperanza cierta de paz duradera entre los pueblos, mientras los individuos y las naciones negasen y renegasen el imperio de Cristo Salvador».
Después explica el remedio: la vuelta a Cristo y su paz. "Por lo tanto, como advertimos entonces, es necesario buscar la paz de Cristo en el reino de Cristo. Así anunciamos también que había de ser este fin cuanto nos fuese posible por el reino de Cristo, porque nos parecía que no se puede tender más eficazmente a la renovación y afianzamiento de la paz, sino mediante la restauración del Reino de Nuestro Señor".
De modo que el Papa ya señalaba aquí el mal y señalaba el remedio; y el remedio de la sociedad y de los individuos hoy, está en el sometimiento al suave yugo de Cristo: Sometimiento en la inteligencia, sometimiento en la voluntad y sometimiento en los corazones por la caridad.
De tal modo, en efecto, se dice que Cristo debe reinar en la inteligencia de los hombres, no solo con la elevación del pensamiento y de su ciencia, sino también porque Él es la Verdad, y es necesario que los hombres reciban con obediencia la Verdad de Él. Igualmente reina en la voluntad de los hombres, ya porque la voluntad está entera, perfectamente sometida a la santa voluntad divina, ya porque con sus aspiraciones influye en nuestra voluntad, de tal modo que nos inflama hacia las cosas más nobles. Finalmente, Cristo es reconocido como rey de los corazones por su caridad, que sobrepasa a todo lo humano en comprensión, y por los atractivos de su mansedumbre y virilidad. Nadie entre los hombres fue tan amado, y no lo será nunca, como Jesucristo.
Ustedes saben que Cristo es rey por dos conceptos. En primer lugar, por razón de su humanidad, que ha sido asumida por el Verbo, por la Divinidad. Esa humanidad de Cristo goza, por lo tanto de una perfección que sobrepasa todo lo que el hombre puede imaginar. En segundo lugar, Cristo es Rey de los hombres por el derecho de conquista, porque con su pasión y con su muerte ha conquistado el derecho de regir a la humanidad; y en Cristo este reinado tiene tres poderes: Poder de legislar, poder de juzgar y poder de mandar, poderes que trasmitió a su Iglesia.
El reinado de Cristo no se extiende solamente sobre los individuos, sino también sobre la sociedad. Esto también lo hace notar Pío XI en la “Quas Primas”: «No hay diferencia entre los individuos y el consorcio civil, porque los individuos unidos en sociedad, no por eso, están menos bajo la potestad de Cristo que lo están cada uno de ellos en la sociedad pública y privada. Y no hay salvación en algún otro, ni ha sido dado del cielo a los hombres otro nombre en el cual podamos salvarnos".
Estas son las palabras de los Hechos de los Apóstoles, o sea, palabras de la Escritura. Cristo es el autor de la verdadera felicidad tanto para el mundo de los ciudadanos como para el Estado. No es feliz la ciudad por otra razón distinta de aquélla por la cual es feliz el hombre, porque la nación no es otra cosa que una multitud concorde de hombres. De modo, entonces, que el hombre tiene que reconocer el imperio de Cristo sobre los individuos, pero no solamente sobre los individuos, sino sobre la sociedad. Sobre las sociedades particulares, la familia, las distintas organizaciones intermedias, los Estados, las naciones y la vida internacional.
Esta realeza de Cristo se concretaba en otros tiempos en lo que se llamaba la Cristiandad, es decir, la civilización cristiana, el orden cristiano. La Cristiandad, en rigor, comienza con Constantino, después de la época de los mártires, y conoce su esplendor más grande en el reinado de San Luis, rey de Francia; un esplendor en todas las actividades de la vida, no solamente en la política, sino en todas las otras actividades; en el arte, con Fray Angélico, en la filosofía, con Santo Tomas; en fin, todas las manifestaciones de la cultura alcanzan su esplendor.
Todo esto que estoy diciendo suena a viejo hoy, porque dentro del mundo, y particularmente dentro de la Iglesia, nos ha invadido el progresismo, y entonces existe un repudio a Constantino y a la época constantiniana, a la época carolingia, a la época gregoriana. Estamos pasando un momento en el cual los mismos católicos están renegando de dos mil años de historia; repudian la época constantiniana, repudian la Cristiandad, la civilización cristiana. Son éstas, hoy,
malas palabras. A pesar de esto hay que reconocer y afirmar la grandeza de esa época histórica, y para eso nada mejor que recordar las palabras grandes de León XIII en la "Inmortale Dei": «Hubo un tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados, entonces aquella civilización propia de la sabiduría de Cristo y de su divina virtud, había compenetrado todas las leyes, las inteligencias, las costumbres de los pueblos, impregnando todas las capas sociales y todas las manifestaciones de la vida de las naciones. Tiempo en que la Religión fundada en Jesucristo estaba firmemente colocada en el sitial que le correspondía en todas partes, gracias al favor de los príncipes y la legítima protección de los magistrados. Tiempos en que el sacerdocio y el poder civil unían armoniosamente la concordia y la amigable de mutuos deberes.»
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